EDITORIAL

Tardanza reactiva en la región pasa factura

El desinterés o en todo caso la inconstancia de la política exterior de Estados Unidos en la región a lo largo de casi dos décadas, comienza a pasarle una factura alta y riesgosa a la superpotencia en su área de hegemonía geopolítica, que enfrenta enormes desafíos para ser recuperada, a causa de la globalización económica, la penetración de intereses económicos chinos y rusos, así como maquiavélicos juegos diplomáticos de gobiernos intolerantes que juegan con fuego y abren sus puertas a regímenes donde las garantías de libre expresión están condicionadas, para no sentirse juzgados ni comprometidos con la democracia y el estado de Derecho.

Se puede ir aún más atrás y juzgar el papel de la Unión Americana en el devenir del Istmo. Sin ir tan lejos, su tibio papel en el derrocamiento del presidente Carlos Herrera, hace cien años, por un golpe militar. EE. UU. reconoció al régimen golpista en 1923, posiblemente en busca de hegemonía. Era otra época y otros factores. La Guerra Fría dejó duras lecciones de la inconveniencia de que las potencias pongan las armas y los países en conflicto, los muertos. Una vez firmados ceses de guerra en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, hubo abundantes programas de asistencia económica, pero por discontinuidades gubernamentales, allá y aquí, el desarrollo está aún lejos de llegar a muchas comunidades.

El problema de la migración irregular acicatea discursos electorales de todo tono en el Norte. Pero ha llegado a tal punto el éxodo que no es solo cuestión política, sino también de seguridad nacional. Las porosidades fronterizas y portuarias, tanto para la trata de personas como para el trasiego de drogas, abren la posibilidad de que pase literalmente cualquier cosa en la ruta a EE. UU.

La historia no terminó con la caída del bloque soviético, como cantaba Fukuyama, sino que se diversificó en narrativas de bloques, de naciones y regiones. El excesivo enfoque estadounidense en Irak, Afganistán e incluso Oriente Medio les restó atención y recursos a sus aliados próximos. La ayuda se enfocó en desarrollo comunitario y agrícola, pero se necesitaba también fortalecer la gobernanza, frenar la penetración del narco en los gobiernos locales y nacionales, impulsar la transparencia y cuentadancia, potenciar la inversión, salvar la biodiversidad y atajar el retorno de modelos dictatoriales, individualistas o de gavilla.

El régimen dictatorial de Daniel Ortega debió recibir sanciones desde la brutal represión contra manifestantes en 2018. El gobierno de Nayib Bukele, en El Salvador, con pretextos democráticos logró copar tres poderes, no tolera la libertad de prensa y juega ruleta al bitcóin, volviéndole la espalda a Washington, al amparo de apoyos chinos. En Guatemala, el Gobierno hace papel de aliado pero a la vez mantiene el pacto con el partido cuyo fundador está preso por ser narcotraficante confeso, y hasta acoge a los primeros tránsfugas de él. No faltan los que esgrimen un supuesto discurso conservador para granjearse apoyos del ala republicana, que ya cayó una vez en el truco.

Por ahora, la mejor herramienta de EE. UU. es mantener la agenda bipartidaria del Congreso de combate a la corrupción, al lavado de activos y la narcopolítica, así como potenciar la participación ciudadana, la transparencia electoral y el fortalecimiento institucional. La donación de vacunas ha sido un plan noble pero que no necesariamente genera fidelidad en los gobernantes beneficiados. EE.UU. necesita contrapartes confiables, representativas y libres en las sociedades civiles de la región.

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