EDITORIAL

TSE aún puede corregir el rumbo

De entrada es necesario fijar una diferencia de términos. Partamos de lo básico: el Diccionario de la Lengua Española la describe como “ciencia que trata del gobierno y la organización de las sociedades humanas, especialmente de los estados”. Ya en el siglo IV, Platón trazaba un profundo concepto: el saber concebido en función de fines prácticos, por lo cual establecía que la función de dirigente del Estado correspondía al filósofo, entendiéndose bajo esta definición a quien busca el conocimiento, la sabiduría y el bien de los demás. Así continúan decenas, cientos de reflexiones que apuntan a metas altas, valores consagrados, bien común.

La palabra política proviene de polis, la ciudad, el conglomerado de ciudadanos libres y responsables: una comunidad cuyo sentido se construye alrededor de la construcción del mayor bienestar posible y la resolución de los desafíos. La sintetizó muy bien en 2019 el papa Francisco, quien en un discurso de conmemoración del bicentenario de la independencia de Argentina, acotaba: “Si el ciudadano es alguien que está citado y obligado a dar para el bien común, ya está haciendo política, que es una forma alta de caridad”.

Queda claro entonces que prácticas impúdicas de abuso del poder público, mal uso de los recursos públicos, búsqueda de impunidad tras un cargo conferido en las urnas, intercambio de favores, clientelismo, demagogia, el recurso de la polarización, compra de votos y fabricación mercadológica de promesas que no se cumplirán no encuadran en el dignísimo concepto de política y no merecen llevar tal apelativo esos figurones que pasan años reclamando el favor de los ciudadanos para luego poner excusas y barreras cuando resultan electos.

La multiplicación de las ambiciones, la repartición de las sobras, el aprovechamiento cínico de la necesidad ajena aceleran en cada ciclo eleccionario las propagandas veladas o totalmente desfachatadas. Lo malo no es el diálogo de propuestas o de alternativas de solución a los desafíos, lo malo es que no hay capacidad de comprometerse con una agenda nacional constructiva de mediano y largo plazo, en la cual todos los partidos se responsabilicen de mantener, a toda costa, objetivos de Estado como la lucha contra la desnutrición, lograr la cobertura escolar total o proteger el tesoro ecoarqueológico del país.

En estos tiempos comienzan a aparecer los sellos partidarios en carreteras y pueblos, con la invitación a afiliarse; también aparece la consabida excusa de que las reuniones con dirigentes son actividades de “capacitación” política. Pero al preguntarle a la gente cuáles son los postulados, la ideología o las guías éticas de conducta de los integrantes, los diputados o los funcionarios de su organización, difícilmente responderá algunas frases hechizas acompañadas de endoso de culpas y exacerbación de rivalidades. No faltan los tránsfugas que venden y revenden lo que no es suyo; es decir, la curul otorgada por los electores.

El actual Tribunal Supremo Electoral arrastra todavía la deuda de cancelación de partidos infractores de los procesos de 2015 y 2019. No debe perder más tiempo. También pesa sobre los magistrados la duda de la deuda política con las bancadas que los eligieron en 2020. Sin embargo, su responsabilidad es con la historia y la democracia. Sus acciones u omisiones frente a la campaña anticipada exhibirán sus auténticas fidelidades. La ley es clara y debe aplicarse por igual en contra de los politiqueros que ven al Estado como un botín.

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