EDITORIAL
Un proceso urgente que lleva años de atraso
Hace 15 años se publicó un reglamento para el manejo de aguas servidas, a través del cual se hacía obligatoria la construcción de plantas de tratamiento en todos los municipios del país, para evitar que los desagües domiciliares e industriales fuesen a dar simplemente a las cuencas de ríos y lagos. El acuerdo 236-2006 constituía una norma visionaria que otorgaba plazos para erigir dichas instalaciones. Sin embargo, muy poco se ha cumplido.
Los plazos establecidos se han extendido reiteradamente con los mismos argumentos de los alcaldes: la mayoría no tiene recursos económicos para emprender tales obras, algunos las comenzaron pero no las terminaron y otros simplemente adujeron no saber nada de los proyectos iniciados por sus antecesores. Entre imposibilidades y favores politiqueros, los desagües siguen fluyendo libremente por las cuencas que otrora fueron límpidas y cuyos verdugos son, lo sepan o no, las mismas comunidades.
En el 2016 se dio un aplazamiento para la entrada en vigencia de este reglamento, y volvió a repetirse en 2019. Ahora el plazo final vence en mayo de 2023 y hasta el momento, según el recientemente creado Viceministerio del Agua, dicho límite se mantiene firme y se exigirá el cumplimiento del proceso de saneamiento.
Lamentablemente, ese será año electoral y ya se puede suponer que de nuevo se hará efectiva la utilitaria flexibilización de la norma, con fines de congraciarse políticamente, evitar desgastes o consolidar pactos. Desafortunadamente las lecciones dejadas por estos tres lustros de desinterés por los ecosistemas no son nada halagüeñas, aunque el entorno ya pasa mayor factura.
Para el 2019 se esperaba que estuvieran en funcionamiento 340 plantas de saneamiento de desagües, y aunque se trata de uno de los proyectos más grandes, ventajosos y socialmente beneficiosos en tiempos de creciente escasez de agua potable, es difícil creer que el actual Ejecutivo sea capaz de sacar adelante tal cruzada. Con todo respeto, el viceministro podrá tener las más firmes intenciones y las más serias convicciones, pero su nivel jerárquico difícilmente será suficiente para poder sostener esta batalla.
Mientras tanto, el panorama es dantesco: cada vez más zonas y colonias metropolitanas se quejan de la falta de agua. Los mantos freáticos se agotan aceleradamente y los ríos que en el siglo pasado abastecían las tuberías municipales hoy son pequeños hilos, cauces secos o, en el peor de los casos, auténticas correntadas malolientes, cuyo saneamiento tomaría décadas incluso si hoy mismo entraran a funcionar las plantas de tratamiento. A esto cabe sumar los tiraderos de basura en barrancos, laderas y periferias, así como las toneladas de desechos plásticos arrastrados por el agua de las lluvias hasta las mismas cuencas.
Recientemente estuvo en Guatemala el activista neerlandés Boyan Slat, con la noble intención de sanear el río Motagua, el mayor desagüe a cielo abierto de este país y cuyos desechos van a dar directo al mar Caribe, con impactos que golpean incluso a la vecina Honduras. Pero hay que ser sinceros, la tarea no es suya, y aunque se tratara de un prodigioso titán ambiental, su esfuerzo sería infructuoso si a diario sigue la contaminación. Boyan Slat apuesta por colectar las toneladas de desechos sólidos. Las miasmas restantes, domiciliares o industriales, son tarea aparte, urgente, pero aún así muchos no la creen vital.