EDITORIAL
Una comprensión que hace mucha falta
La comprensión lectora es una de esas capacidades fundamentales para el desempeño personal y colectivo en el mundo laboral moderno. A pesar de los avances de la tecnología, la automatización y la estructuración de sistemas organizacionales presenciales o a distancia, el procesamiento de conceptos complejos todavía no ha podido ser sustituido por ninguna inteligencia artificial. Precisamente porque la competencia lectora va más allá de los términos textuales.
En este sentido resulta preocupante que el desarrollo y cultivo de la comprensión lectora escolar viva uno de sus peores momentos en el sistema educativo guatemalteco. Ello ocurre no solo a nivel público sino también privado, con contadas excepciones. Los síntomas de este rezago están a la vista debido a las deficiencias que presentaban muchos niños de primaria en esta materia antes de la pandemia, y que se ha agravado durante la misma. También es un retraso que se percibe al oído, por ejemplo, en actividades cívicas, sociales y religiosas. Al leerse textos en voz alta hay fallas de pronunciación, acentuación y hasta de significado, pese a que están reproduciendo un código escrito. No se trata de repartir culpas ni de designar culpables, pero sí de señalar al menos cinco factores que deben ser atendidos.
Uno: los padres deben ser los primeros motivadores de la lectura en los niños. El nivel económico no es excusa para no estimularlos en su tarea de lectura; se les debe dar el tiempo y el ánimo necesarios. Segundo: el ejemplo arrastra. Esto abarca a padres y maestros, quienes deben ser los primeros en cultivar el hábito de lectura, ya sea de temas pedagógicos, literarios y científicos, como tecnológicos, religiosos, sociológicos, históricos y otros.
Maestro que no lee no tiene cómo exigir a los niños que lo hagan. Si bien la comunicación digital y de redes sociales suele compeler a la lectura, no quiere decir que esta sea de calidad, pues hay frecuentes faltas de ortografía, de sintaxis y gramática, ya sea por descuido o por ignorancia. Tercero: la disponibilidad de textos literarios de calidad para los niños y jóvenes es una deuda pendiente desde hace décadas. Es un deber cultural que corresponde también al Estado, pero cuyo apoyo ha sido escamoteado paulatinamente. Se regatean recursos a la editorial Cultura y han desaparecido las unidades educativas públicas, aunque, eso sí, se desperdician recursos en mandar a imprimir informes anodinos y memorias de labores inútiles, que bien podrían distribuirse en formato digital. Cuarto: los propios funcionarios de gobierno deben dar muestras de su acervo y mostrar el valor de las lecturas que han hecho. Por desgracia, en discursos de inauguración de obras es notoria la pobreza de vocabulario, limitación expresiva y hasta mal uso de términos.
Quinto, pero no menos importante: es necesaria la reinvención pedagógica en las aulas, tanto físicas como virtuales, a fin de centrar la atención de los niños en la comprensión de conceptos y no en la memorización, en una lógica activa y no en una imposición de paradigmas, en un espíritu crítico y no en una unidireccionalidad más propia de caducos regímenes autocráticos. La comprensión lectora puede ser el factor crítico para una mejor ciudadanía: más responsable, más consciente de sus derechos y también de sus obligaciones, más dispuesta al diálogo y también a exigir cuentas a los gobernantes. Quizá sea por ello que sucesivos gobiernos parecen más empecinados en entorpecer el afán de conocimiento que en fomentar la empatía, la ética y el sentido nacional que tanto hace falta.