EDITORIAL

Una Semana Santa histórica

El mundo vive tiempos de dura penitencia impuestos por el azote del coronavirus, un fenómeno que ha tenido toda clase de lecturas, desde teorías de conspiración hasta interpretaciones apocalípticas, pero que sin duda alguna no alteran el curso de los acontecimientos ni de la más recia batalla contemporánea de la humanidad contra una naturaleza inclemente; en todo caso, la esperanza subsiste y hay miríadas de personas que luchan en contra de este azote, ya sea en el campo médico, la administración pública, la seguridad o en mantener avante el aparato productivo de los países.

Nos encontramos a las puertas de una Semana Santa inédita, que tiene un impacto simbólico en tradiciones centenarias de Guatemala y otros países caracterizados por las expresiones populares de devoción. No habrá procesiones ni oficios religiosos públicos; tampoco habrá opción de viajar a las playas, ríos, lagos o turicentros, precisamente a causa de las restricciones sanitarias que constituyen la única alternativa para países como el nuestro. Los sistemas de salud son endebles a causa del descuido, el latrocinio y los desmanes de inescrupulosos negociantes, a quienes, por la época, correspondería el papel de auténticos judas que han vendido a sus hermanos.

La realidad es cruda y así debe reconocerse: hay limitada cantidad de unidades de tratamiento intensivo en el país y serían insuficientes si se disparara la cantidad de casos críticos de coronavirus. También son pocos los médicos disponibles en esta delicada especialidad o en neumología. Es necesario que la población esté consciente de ello con un solo objetivo: convencerse de que el aislamiento es la mejor opción para frenar la curva de contagio.

Lamentablemente hay un sacrificio económico, pero este no solo es nacional, sino global, y se ofrece en favor de miles de vidas. Ningún desarrollo o estabilidad puede tener sentido ético si implica la muerte de seres humanos que pueden ser salvados gracias a la prudencia y la prevención. No se trata de un panorama sencillo, pero es en la adversidad en donde salen a relucir los auténticos valores y en donde se necesita el testimonio de fe cristiana.

La fe es precisamente la certeza de lo que no se puede ver, una convicción de lo posible más allá de la razón. No consiste en una necedad que contravenga las medidas sanitarias fundamentadas en evidencias científicas, sino en una confianza suprema en la bondad, en la caridad y en la hermandad. La prevención y protección contra el covid-19 no dependen del hecho de que una persona quiera salvarse a sí misma, sino de que su precaución sirve de escudo a su cónyuge, a sus hijos, a su comunidad.

No saldrán Nazarenos a las calles ni soldados romanos ni cucuruchos. Los rezos no serán frente a los templos de todas las denominaciones. El sacrificio de Cristo no será evocado en vivo y las imágenes de devoción estarán en sus altares: su mensaje de amar al prójimo como a sí mismo se vivirá en los hogares, en los barrios, en los municipios, mediante un comportamiento responsable y salubre. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?, dijo Jesús. ¿De qué me sirve ir a comprar al supermercado, a caminar sin necesidad por las calles, si con ello pongo en peligro a mis seres queridos? Numerosos casos de covid-19 en el país exhiben las consecuencias de la displicencia y el exceso de confianza. Esta Semana Santa será diferente, pero si se sabe vivir dejará lecciones valiosas para muchas generaciones, porque la vida continúa.

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