Su mamá la abandonó cuando era una bebé. Desde entonces fue de casa en casa hasta que llegó a la de Roque Benedicto, un joven de 22 años que a apenas tenía para comer. Pero junto a su madre, una señora que todo el día camina descalza, le intentaron dar un hogar.
Bajo paredes de adobe, suelo de tierra, sin luz ni agua corriente, Carla y su nueva familia intentan engañar al estómago con el poco maíz que cultivan en una pequeña finca cercana. La sequía, pero también el exceso de lluvia, acabó con la primera cosecha. La segunda peligra. Y con ello su futuro. Roque, como cuenta, no ha querido llevar a la pequeña a un centro asistencial por miedo a que se la quiten. La mayor parte del tiempo comen “tortilla con sal”. Y cuando no quilete, una hierba que les da algunos de los nutrientes que necesitan.
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“La mamá regaló a la niña porque no la quería. No es perro ni animal para que la regalen”, asegura sobre la pequeña Clara mientras la sostiene en su regazo y ella, callada, juega con las manos del muchacho.
En su casa, de un solo ambiente y en la que hay dos pequeñas camas donde se acomodan los tres, el joven narra que no saca lo suficiente de su pequeña finca de maíz para venderlo. Así que cuando puede trabaja de jornalero, pero el empleo escasea por esta zona.
Santiago, un hombre que trabaja para el Ministerio de Salud y que día a día recorre decenas de kilómetros por pequeños caminos de tierra que conducen a estas comunidades abandonadas -como el de terracería que lleva a casa de Clara en el caserío La Ceiba tras caminar 45 minutos a pie por los valles de la montaña-, sabe que la pequeña está muy mal de salud.
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“Es la que peor está”. Pero él continúa puerta por puerta en los caseríos de La Palmilla, en Jocotán, Chiquimula, para convencer a las mil 200 personas de unas doscientas familias de que los pequeños, los que más sufren la hambruna, necesitan vigilancia médica.
Pero “el miedo” y la falta de dinero para llegar hasta un centro de Salud hace que los padres, los tíos, los abuelos o la gente de buena fe -como Roque y su madre que adoptaron a Clara-, no vayan al médico. Por eso, grupos y organizaciones, como Antigua al Rescate, realizan jornadas gratuitas por la zona.
Este grupo de voluntarios hizo una jornada médica de dos días en un centro de Salud casi olvidado en La Palmilla, en Jocotán, para dar atención primaria a madres y niños del lugar. Cientos de mujeres, madres que no llegaban ni a los 20 años, llegaron con pequeños de los 0 a los 10, mientras sus hijos más mayores esperaban con otros en sus regazos.
Una de ellas, embarazada de otro hijo, acudió con Hamilton, un niño de unos 3 años. Ella sí permitió que lo llevaran a la consulta, donde está Sandy, con su cara moradita y los ojos hinchados por problemas cardíacos.
“Su situación no es compatible con la vida”, aseguran los doctores sobre la pequeña, de cuerpo diminuto y baja estatura; pero ya tiene 7 años. El próximo mes de enero la van a volver a examinar porque ahora está tan débil que no podrá someterse a la operación. Aunque su cardiopatía congénita lo requiere.
La insuficiencia de Sandy se la descubrieron en su primera consulta, pero la atención médica es tan precaria que la ha envenenado durante toda su vida. Fue trasladada al hospital Roosevelt de la Ciudad de Guatemala de emergencia, pero su situación es grave: su condición empeora en cada momento por la desnutrición y abandono.
Su mamá la sujeta en brazos. Como todas las que hacen cola. Mientras, los niños comen patatas de bolsa y toman bebidas azucaradas. En la tienda más cercana no hay agua.
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¿Cómo pasan el tiempo? En esta área, una de las más golpeadas por el cambio climático, la hambruna y la falta de recursos, se las ingenian como pueden. Un niño coge una bolsa de plástico negra, la ata a un palo y juega como si fuera una cometa (barrilete).
Aparenta 8 años, pero pueda que tenga más. Como todos. Los de dos tienen cuatro. Los de ocho pueden tener 12.
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