Revista D

Como ángeles dormidos: las fotografías de los niños difuntos

Aparecen rodeados de flores y de varios motivos religiosos. Están vestidos de blanco y recostados sobre una cómoda almohada de lino. Son unos angelitos dormidos. Al menos eso parecen, pues, la verdad, están muertos.

Niño yacente, acompañado de su hermana. La fotografía fue tomada en Antigua Guatemala, en un altar dedicado a la Virgen de Dolores, a finales del siglo XIX e inicios del XX.

Niño yacente, acompañado de su hermana. La fotografía fue tomada en Antigua Guatemala, en un altar dedicado a la Virgen de Dolores, a finales del siglo XIX e inicios del XX.

Escalofriante, sí, pero fotografiar a niños fallecidos era costumbre era normal a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Retratos mortuorios

Dicha práctica se remonta a la época de la Colonia, cuando era costumbre que a los fallecidos se les hiciera un retrato, para que se le pudiera recordar. “En México hay pinturas que datan del siglo XVIII, donde los muertos aparecen recostados sobre una tabla, rodeados de flores”, refiere el historiador Haroldo Rodas. Fue hasta finales del siglo XIX, cuando vino la fotografía, que se empezaron a captar imágenes de los niños difuntos, una costumbre que llegó desde Europa. Esto se practicó en Guatemala hasta la década de 1940, según Rodas. Incluso, hubo talleres fotográficos especializados.

A los pequeños difuntos se les llamó “ángeles dormidos”, pues, aparte de estar en un eterno sueño, se pensaba que eran inocentes y puros y que, debido a ello, ganaban su parte en el paraíso.

Por eso, con frecuencia se les retrataba en los brazos de sus madres, al lado de la estatua de un ángel o con motivos religiosos. Incluso, hay fotografías en las que los infantes aparecen parados, como si estuvieran con vida. “A los menores de un año se les vestía con faldones; a los mayores, con sus mejores galas”, refiere el historiador. Luego, el niño era conducido hasta el cementerio.

La evidencia de este tipo de retratos están en colecciones particulares y en la Fototeca del Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (Cirma).

Estas imágenes, en la actualidad, son inquietantes y hasta pueden causar rechazo. Pero la sensación que transmitían en aquella época era diferente. El memento morti era “una síntesis nostálgica en la que se mezclaba la apariencia física del fallecido, la iconografía funeraria y la esperanza en la existencia de un más allá”, afirma Rodas.

Alfonso García, director de la Sociedad Española e Internacional de Tanatología y experto en el tema, explica por correo electrónico que “la muerte se contemplaba como una transición, como algo intrínseco la propia existencia, y más en aquellos años, en los que la mortalidad infantil no hacía distinción entre credo y posición social”.

La costumbre de retratar a los fallecidos desapareció en forma paulatina a partir del siglo XX y se convirtió en tabú, pues, con el aumento de la esperanza de vida, gracias a los avances médicos, la sociedad cambió su mentalidad respecto de la muerte, por lo cual, hasta ahora, existe un fuerte rechazo.

Conservación del alma

Diferentes culturas de oriente y América aún creen que las fotografías atrapan a sus almas. Es posible que la mentalidad europea del siglo XIX tuviera un razonamiento parecido y pensaran que las instantáneas retuvieran el alma del fotografiado. Era como una forma de engañar a la muerte. “Por ese motivo las familias se empeñaban en mostrar a los niños simulando estar vivos”, apunta García.

“Se retratan cadáveres a domicilio a precios ajustados”, se anunciaba en algún periódico del siglo XIX.

En sus comienzos, la fotografía post mórtem se limitaba a retratos del fallecido en actitud yacente, con los brazos en cruz y los ojos cerrados, lo cual simbolizaba el eterno descanso.

Luego, algunos retratistas como el francés André Adolphe Eugene Disderi elevaron la fotografía post mórtem a la categoría de alegoría. De esa cuenta, los íconos del memento mori entraron en escena: se empezaron a fotografiar difuntos con una rosa con el tallo cortado, para simbolizar la brevedad de la vida –en el caso de un adolescente, por ejemplo-, o había a quienes se les ponía algún accesorio preciado en vida, a manera de amuleto. A otros, asimismo, se les colocaba un reloj que marcaba la hora de la muerte o su juguete favorito.

Más tarde, el engaño a la muerte superó sus límites, a los bebés se les fotografiaba con sus mamás, como si estuvieran dormidos, prestos a despertar en cualquier momento. En otros casos, aparecían junto a los hermanos.
En Guatemala era común colocarlos al lado de estatuas de ángeles.

Pero en aquellas imágenes se observaba algo extraño, pues los niños tenían una mueca inquietante en sus labios, debido al rigor mortis, en la cual no se descifra si la expresión es de alegría o enojo. “Eran rostros que transmitían indolencia, inmersos en una especie de letargo irreal”, apunta García.

Debido a que el rigor mortis impedía manipular la expresión de los labios, las familias demandaban más naturalidad en las escenas recreadas, pues para la sociedad del siglo XIX la fotografía tenía una fuerte carga simbólica, lo que la convertía en una reliquia insustituible.

Fue entonces cuando a los difuntos se les empezó a abrir los ojos para las fotos. Los especialistas se ayudaban con una pequeña cuchara para separar los párpados, y luego colocaban las cuencas oculares en la posición correcta.

La escenografía se perfeccionó con el paso del tiempo. Aparecen niños absortos, sentados a la mesa entre sus familiares, donde solo la posición de sus manos delata que ocurre algo extraño.

Los parientes también mostraban dolor o nostalgia. Algunos dirigían su mirada hacia el difunto, mientras otros posaban viendo directo a la cámara, restándole protagonismo al doloroso momento.

Negación

Aquella entereza que la gente mostraba frente a la muerte tiene una explicación cultural.

En el siglo XIX, el Romanticismo fue heredero de la muerte, por lo que todo aquello relacionado con la vida y el duelo estaba rodeado por un sentimentalismo extremo. Por ejemplo, el suicidio romántico era considerado una noble aspiración en los ambientes bohemios y la muerte en sí llegaba a ser tratada como un privilegio, como un decoroso escape de las desdichas de la vida y el corazón.

“La muerte se presentaba en forma de epidemia, pues en esa época la medicina era incapaz de hacerle frente a muchas enfermedades. Por ejemplo, el 50 por ciento de los hijos de las familias moría a corta edad”, indica García.

Así, las fotografías de difuntos circulaban de mano en mano como tarjetas de visita, como estampas o recordatorios. Esa práctica no se consideraba morbosa. “La estampa era de dominio público”, agrega Rodas.

La sociedad del siglo XX cambió de mentalidad, pues el concepto de la muerte se diluyó a medida que el progreso científico dio respuesta a los males endémicos que aquejaban a las generaciones anteriores.

“Ahora se ve la muerte como algo morboso”, apunta Rodas, ya que muchos rechazan la idea de su innegable putrefacción. De hecho, para evadirla, piden ser incinerados.

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